 |
| Guitarra eléctrica TESCO, años 60. Para muchos, el primer pasaporte al rock |
Antes de que el rock tuviera escenarios, focos y carteles,
tuvo miedo, silencio y muchas ganas.
Yo empecé así.
Yo quería tocar en un grupo.
No quería ser famoso. Quería tocar. Que no es lo mismo.
Pero mis posibilidades económicas eran escasas y, además, estaban las imposiciones de mi padre. En mi casa la música moderna no era una afición: era una amenaza. Mi padre, criado a la antigua, lo tenía claro y no lo discutía.
—Tocar la guitarra, sí… pero no en los bares de los borrachos.
—Eso va a ser tu perdición.
—Olvídate de guitarras.
Mi padre jamás entendió la nueva ola. Ni a mí ni a ninguno de mis compañeros. Para él, aquello no era música: era ruido, mala vida y malas compañías. Y en su casa se hacía lo que él decía. Punto.
Pero el deseo seguía ahí.
Silencioso. Obstinado.
Yo tuve tres iconos que me marcaron para siempre:
el sonido limpio y preciso de la guitarra eléctrica de The Ventures,
la revolución melódica de The Beatles,
y la fuerza rítmica y luminosa de Trini López.
Aquello no eran solo canciones: era un mundo nuevo que se abría.
Soñaba con tocar la guitarra en un grupo del colegio. Miraba a otros hacerlo y sentía una mezcla de admiración y rabia contenida. Yo sabía que podía estar ahí, pero no tenía instrumento, ni permiso, ni margen de maniobra.
Hasta que mis compañeros hicieron algo que nunca he olvidado.
Con todo el cariño del mundo, entre varios, me compraron una guitarra eléctrica. Una TESCO de los años 60. No era una Fender ni una Gibson, pero para mí era mucho más: era la prueba de que alguien creía en mí.
Aquella guitarra tuvo que vivir casi clandestina.
Ensayaba a escondidas. Con horarios medidos. Con el volumen al mínimo. Y, sobre todo, sin bajar las calificaciones del instituto. Porque si bajaban, no solo desaparecía la guitarra: desaparecía yo. No salía de casa.
Y luego estaban las actuaciones.
Cuando había alguna actuación nocturna, había que escaparse sigilosamente. Sin hacer ruido. Midiendo cada paso, cada excusa, cada minuto. El miedo a que me pillaran iba siempre de la mano con una emoción difícil de explicar.
Me esmeré tanto que acabé siendo el primer guitarra solista del grupo.
Pero no solo eso. Sentía que debía compensar a mis compañeros de alguna manera, y lo hice componiendo canciones. Empecé casi sin darme cuenta. Una melodía llevaba a otra, un acorde pedía un verso.
Una de aquellas canciones la grabamos.
Y, contra todo pronóstico, fue un éxito en nuestro colegio y en nuestra ciudad. Nada profesional, nada grandilocuente, pero suficiente para confirmar que aquello no era un capricho pasajero.
Desde entonces me dio la vena de compositor.
Y no se me ha ido nunca.
Qué poder tan magnético tenía —y sigue teniendo— para mí el sonido de una guitarra eléctrica. No era solo música. Era identidad. Era aire. Era un lugar propio en un mundo que todavía no entendía lo que estaba naciendo.
Hoy, cuando se habla del rock como si hubiera sido fácil, cómodo o inevitable, sonrío para mis adentros. Muchos empezamos así: a escondidas, sin dinero, sin permiso… pero con una convicción que ni los padres, ni el miedo, ni el silencio pudieron apagar.
Esto también fue el inicio del rock.
Y conviene no olvidarlo.
Esto pasó.
Y merece ser contado